¡Buenas tardes, amada iglesia! Hoy siento en mi corazón la necesidad de compartir con ustedes una reflexión que considero vital para nuestra vida como cuerpo de Cristo: la importancia de cuidarnos los unos a los otros.
Me preocupa profundamente cuando observo en nuestra comunidad señales de una posible decadencia espiritual, y una de las más claras es la falta de interés genuino entre nosotros, los miembros de esta familia de fe. A veces, me parece que algunos de nosotros caemos en la trampa de adoptar una mentalidad de espectadores, convirtiéndonos en meros consumidores que vienen a la iglesia con el único propósito de recibir: una buena prédica, unas alabanzas hermosas, un tiempo agradable.
Pero, ¿qué ocurre cuando termina el servicio? ¿Volvemos a casa y nuestra vida cristiana se detiene hasta el próximo encuentro?
Si esta tendencia se arraiga en nuestra congregación, sería una señal muy preocupante. Debemos recordar que la iglesia no es un estadio de fútbol, donde unos pocos juegan en el campo mientras la mayoría observa desde las gradas.
¡Todos, absolutamente todos, hemos sido llamados a participar activamente en el terreno de juego!
En este sentido, quiero recalcar que cada uno de nosotros posee un ministerio único y valioso.
No hay un solo creyente aquí presente que carezca de él. En ocasiones, nos dejamos deslumbrar por los ministerios más visibles, como la predicación, la alabanza o la enseñanza en la escuela dominical, y caemos en la falsa creencia de que no tenemos un papel importante que desempeñar. ¡Pero esto no es así! La voluntad de Dios para cada uno de nosotros es que nos cuidemos y ministremos mutuamente. A lo largo del Nuevo Testamento, encontramos un llamado constante a esta reciprocidad: cuidarnos, hospedarnos, perdonarnos, consolarnos, confesarnos, exhortarnos, amonestarnos, llorar juntos. Si estas acciones no son una realidad palpable en nuestra congregación, es motivo de seria reflexión.
Con el transcurrir del tiempo, nosotros, los cristianos occidentales, hemos ido perdiendo ese sentido de responsabilidad comunitaria, dejándonos arrastrar por una ola de individualismo que nos convierte en pequeñas islas aisladas unas de otras. Hemos hecho nuestra aquella pregunta de Caín: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?”. Pero la respuesta de Dios sigue siendo la misma, un rotundo ¡Sí!. No se trata de entrometernos indebidamente en la vida de nuestros hermanos, sino de intervenir fraternalmente, movidos por el amor y la compasión, recordando que todos formamos parte de un mismo cuerpo espiritual, que es la iglesia, y de una misma familia de fe.
Hoy, quiero que centremos nuestra atención en un versículo que considero fundamental:
En este pasaje, el apóstol Pablo nos suplica, no nos ordena, que amonestemos a los ociosos, alentemos a los de poco ánimo, sostengamos a los débiles y seamos pacientes con todos.
1 Tesalonicenses 5:14.
Quiero resaltar algunos puntos clave de este versículo:
- Pablo nos ruega: A pesar de su autoridad como apóstol, Pablo elige persuadirnos con amor, un ejemplo claro de un liderazgo auténtico. En lugar de dar órdenes, nos suplica que cumplamos con nuestra responsabilidad.
- El ruego es para todos: Estas palabras no están dirigidas únicamente a los líderes de la iglesia, sino a cada uno de nosotros, los hermanos y hermanas que formamos parte de esta comunidad. El cuidado pastoral es una responsabilidad compartida, no exclusiva de los pastores.
- Todos debemos pastorear: Cada creyente tiene la responsabilidad de llevar a cabo funciones pastorales, que incluyen amonestar a los ociosos, alentar a los desanimados y sostener a los débiles.
Es un error creer que solo los pastores y ancianos son los encargados de llevar a cabo el trabajo pastoral. ¡Por supuesto que ellos tienen un papel fundamental!, pero no son los únicos. Para que nuestra iglesia crezca y madure en su fe, todos debemos participar activamente.
Los verdaderos hermanos y hermanas no pueden permanecer indiferentes ante el dolor, las pruebas o el pecado que puedan estar enfrentando otros miembros de la congregación. Los pastores, por mucho que nos esforcemos, no podemos abarcar todas las necesidades pastorales de la iglesia. Por eso, Dios ha establecido este modelo en el que todos nos cuidamos mutuamente.
Si solo el pastor se dedica a pastorear, surge una pregunta inevitable:
¿Quién pastorea al pastor? ¡Él también es una oveja del rebaño que necesita ser pastoreada!
Nuestra visión para los próximos años es fortalecer este sentido de responsabilidad fraternal en cada uno de nosotros. En términos prácticos, esto significa que, si un domingo observas que la persona que se sienta a tu lado tiene una expresión de tristeza, no te quedes de brazos cruzados esperando que el pastor le llame. ¡Acércate tú! Con amor y delicadeza, pregúntale cómo puedes ayudarle o si puedes orar por él.
Debemos dejar que nuestros hermanos nos pastoreen y evitar esa “pastor-dependencia” que nos lleva a confiar únicamente en una figura pastoral. Entiendo que existen asuntos delicados que requieren la intervención de los pastores y ancianos, pero la mayoría de las situaciones pueden ser atendidas por los hermanos.
Permítanme decirles algo importante:
Mi oración no tiene más valor que la de cualquier otro hermano o hermana de esta congregación. Todos tenemos el mismo Dios y luchamos contra los mismos pecados.
No pasemos toda la semana esperando que ore por nosotros, cuando tenemos a cientos de hermanos que pueden hacerlo. ¡Dejémonos pastorear por ellos, por los diáconos, por los líderes de los diferentes ministerios! No los menospreciemos. Lo esencial no es quién administra, sino lo que Dios puede obrar a través de ellos.
¿Recuerdan el milagro de la multiplicación de los panes y los peces? Jesús utilizó la simple merienda de un muchacho para alimentar a miles de personas. Tal vez piensas que tienes poco que ofrecer a tus hermanos, pero Dios usa lo poco que tienes y lo multiplica. No se trata de la cantidad, sino de la disposición de permitir que Dios obre a través de nosotros.
Ahora, analicemos con detenimiento los tres grupos de personas que Pablo menciona en 1 Tesalonicenses 5:14:
- Los ociosos:
- ¿Quiénes son? Son aquellos que viven desordenadamente, que son indisciplinados e insubordinados, perturbando el buen funcionamiento de la iglesia. Son como aquellos soldados que no se mantienen en la fila y se niegan a someterse a la autoridad establecida. A veces, tienen conflictos internos que no han sido sanados y se oponen a lo que Dios está mostrando a la iglesia, y siempre van a contracorriente.
- ¿Qué necesitan? Necesitan amonestación.
- ¿Qué es amonestar? Es advertir y corregir a alguien con el propósito de ayudarle a caminar en la verdad de Dios.
- ¿Cómo amonestar? Con bondad y conocimiento de la verdad. Es fundamental que estemos llenos de amor y misericordia, buscando la restauración del hermano, no su condenación. Nunca seremos buenos consejeros si no conocemos la verdad de Dios revelada en las Escrituras. Si estamos llenos de verdad pero carecemos de bondad, podemos tener razón, pero no lograremos restaurar a nuestro hermano. Y si tenemos bondad, pero carecemos de verdad, seremos sinceros, pero estaremos equivocados. Debemos amonestar como amonestamos a nuestros hijos, no para avergonzarlos, sino para corregirlos y guiarlos por el camino correcto.
- ¿Cuál es el fin de la amonestación? Presentar a cada persona perfecta en Cristo.
- ¿Por qué es difícil amonestar? Porque es más cómodo mirar hacia otro lado, pero eso no es amor verdadero. El amor verdadero es el que se arriesga a decir la verdad, aunque pueda ser dolorosa. Un buen amigo espiritual no es el que siempre te da la razón, sino el que te ayuda a volver a Dios. Jesús mismo confrontó el pecado por amor, a pesar de que eso lo llevaría a la cruz. El apóstol Pablo gastó su vida por amor a las almas, aunque a veces fue amado menos por ello.
- ¿Por qué es importante dejarse amonestar? Porque si la amonestación es correcta, nos ayuda a crecer en santidad. Y si es incorrecta, nos brinda la oportunidad de practicar la humildad y la paciencia.
2. Los de poco ánimo:
- ¿Quiénes son? Son aquellos que están perdiendo la esperanza, desalentados e intimidados por las pruebas. Son personas que se sienten pequeñas ante las aflicciones, las pérdidas o las enfermedades.
- ¿Qué necesitan? Necesitan aliento, consuelo y ánimo. No debemos reprender a los desanimados, sino brindarles apoyo y comprensión.
- Es normal desanimarse: No está mal reconocer que los cristianos también nos desanimamos y necesitamos ayuda. No disimulemos nuestro desánimo, permitamos que nuestros hermanos nos pastoreen.
- La iglesia es una comunidad terapéutica: Estamos llamados a consolarnos mutuamente.
- No seamos espectadores: Debemos venir a la iglesia con la actitud de dar y consolar, no solo de recibir.
- Es importante pedir ayuda: Si te sientes desanimado, busca a alguien con quien compartir tu carga y orar juntos.
3. Los débiles:
- ¿Quiénes son? Son aquellos que carecen de fuerzas para vencer las tentaciones o soportar las pruebas, aquellos que se sienten culpables y sin gozo.
- ¿Qué necesitan? Necesitan sostén, apoyo y compañía.
- No dejemos esta labor solo a los líderes: Todos debemos participar activamente en sostener a los débiles.
Finalmente, el apóstol Pablo nos exhorta a ser pacientes con todos. La paciencia es esencial para amonestar, alentar y sostener, ya que estos procesos llevan tiempo. Debemos ser pacientes como el Señor lo ha sido con cada uno de nosotros.
En conclusión, queridos hermanos y hermanas, si somos hijos de Dios, no podemos evadir estas responsabilidades. El Espíritu Santo nos capacitará para cumplirlas. No justifiquemos nuestra inacción diciendo que no es nuestro don o función. ¡La iglesia no es un lugar donde solo unos pocos trabajan! Todos tenemos un ministerio que desarrollar. Una iglesia funciona correctamente cuando se amonesta a los ociosos, se alienta a los desanimados y se sostiene a los débiles.
Por eso, los animo a que reflexionen sobre lo que pueden hacer esta semana para ministrar a otros. Recuerden que no existen cristianos sin ministerio. ¡Seamos instrumentos en las manos de Dios!
Oremos para que Dios haga viva esta enseñanza en nosotros y nos ayude a amarnos y cuidarnos los unos a los otros. ¡Amén!
Extraído de la predicación de José Daniel Espinosa.