Matrimonios: Sulimar y Alexander

Seguimos teniendo nuestros aciertos y desaciertos, pero amándonos, aceptándonos y respetándonos cada día, porque Dios nos ha traído bienestar.

Somos Sulimar Blanco Marichal, de 42 años y Jorge Alexander Moreno, de 48 años. Comenzamos una relación de noviazgo muy jóvenes y a menos de un año de esa relación nos casamos. Vivimos muchos desenfrenos que nos llevaron a hacernos mucho daño y, entre el dolor y la decepción, decidimos divorciarnos después de 17 años de casados. Previo a esto, ya habíamos tenido varias separaciones. 

Vivimos momentos y circunstancias tan duras, difíciles y dolorosas que humanamente éramos incapaz de perdonarnos y cada vez íbamos acumulando más rabia, más rencor y más dolor. Hubo infidelidad, mentiras, burlas, desatenciones, manipulación, daño verbal y físico. Era insoportable vivir juntos y en medio de todo buscamos todas las ayudas posibles: fuimos a terapia de parejas, a budistas consejeros, espiritistas, psicólogos… y, sin darnos cuenta, estábamos abriendo más puertas al desastre de matrimonio que llevábamos por muchos años, porque ninguno pudo ayudarnos a salir de aquella horrible situación.

Después de todo aquello por muchos años, sucedió lo inevitable. Llegó ese momento de separación, donde se inició el proceso de divorcio y pasamos 1 año alejados. Aunque Alex siempre estaba al pendiente de mí y me buscaba, yo siempre lo rechazaba, no había perdonado cosas que habían pasado anteriormente. Sentía un odio hacia él que no quería ni verle en pintura, pensaba que él no me amaba, que su amor era enfermizo y destructivo.
Todas estas situaciones me llevaron a sentir tanta desilusión y soledad que a su lado no quería estar. Comencé a sentir mucha rabia y pena por él, porque yo en mi desacierto no entendía como sí el decía que me amaba podía hacerme daño con sus engaños y desatenciones.

En ese año pasaron muchísimas cosas más, pero nada era para nuestro bienestar. Hacíamos daño a nuestro hijo, que callaba su dolor en medio de nuestras absurdas discusiones. Pero hubo un momento en nuestras vidas después de aquel año, cuando reconocimos lo perdidos que estábamos y nos arrepentimos de toda la vida que llevábamos: conocimos a Jesucristo, el amor en toda su expresión. Decidimos creer en Jesús, en su nacimiento y en su resurrección, y en que sólo Él era capaz de darnos una vida nueva y abundante, de paz, amor, perdón, fidelidad, bondad, mansedumbre, fe, compresión, atención, todo lo que en nuestra casa no teníamos. Y es que Dios no sólo nos ha dado una nueva vida, también nos ha dado un hogar donde Cristo es la roca inamovible y que, aunque vengan vientos y mareas, nuestra casa no caerá, porque lo que Dios ha prometido lo cumplirá.

Fue justo después de 1 año de nuestro divorcio que fuimos llamados y restaurados por la misericordia de Dios y al año siguiente nos estábamos volviendo a casar y esta vez para nunca más volvernos a separar. Aunque no llevamos un matrimonio perfecto, si podemos decir que tenemos un matrimonio real y en construcción, aceptando los planes de Dios en nuestras vidas y obedeciendo a su llamado. Seguimos teniendo nuestros aciertos y desaciertos, pero amándonos, aceptándonos y respetándonos cada día, porque Dios nos ha traído bienestar.

Debemos reconocer que los planes de Dios son siempre mejores que los nuestros, de ahí en adelante, todo lo que somos ha sido por su inmenso amor. Su Espíritu Santo nos llevó a perdonar lo imperdonable, porque quiénes somos nosotros para no perdonar, si nuestro Padre ha dado su perdón y su vida por todos.

El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. 1 Juan 4:8