Hoy, 10 de diciembre, celebramos el día de los Derechos Humanos.
Es siempre difícil tener una perspectiva equilibrada de los hechos sucedidos a lo largo de la historia de la humanidad. Nuestro contexto presente, tecnológico y posmoderno, impide percibir con claridad la importancia de algunos momentos que, aunque en su momento pudieron pasar desapercibidos, han sido esenciales para entender el carácter de nuestra sociedad y de nuestro pensamiento.
Sin lugar a dudas la falta de ejercicio de la memoria colectiva, entendida como un buen libro que se abre delante de un alumno para arrojar luz y no como el arma arrojadiza que destruye al adversario, nos ha llevado a contemplar noticias inexplicables como el derribo de estatuas, de personajes ilustres, acusados de delitos sólo imputables a nuestra propia condición.
Se puede entender el rechazo de cualquiera hacia las muchas injusticias y barbaridades cometidas por el ser humano a su paso sobre la faz de la tierra. Pero resulta más difícil entender la persistencia insaciable de algunos por acercarse a la historia como jueces y no como alumnos conscientes de su necesidad.
La Historia, analizada como una sucesión de acontecimientos en los que el ser humano ha dejado registro de los aciertos y los errores cometidos ante diversidad de situaciones, nos ofrece como conclusión lo que somos hoy y lo que podemos evitar ser en el futuro y olvidamos que tenemos libre acceso a un manual que podría cambiar ampliamente nuestro contexto global y el rumbo al que el viento de este mundo nos dirige inexorablemente.
¿Como podemos considerar, por ejemplo, la esclavitud y los crímenes horrendos cometidos contra los pueblos negros africanos durante siglos? Desde la perspectiva de esta sociedad occidental y moderna serían muchos los que afirmarían que los esclavistas eran monstruos desalmados sedientos de sangre que sólo anhelaban riqueza y poder. ¡Más que suficiente para cauterizar muchas conciencias y dar continuidad a vidas acomodadas, centradas en la autocomplacencia y en el beneficio propio!
Sin embargo, nuestra responsabilidad exige un análisis más profundo que nos ayude a progresar como sociedad. Si observamos todo con detenimiento veremos que, en su mayor parte, los esclavistas no veían a los pueblos negros como seres humanos; los consideraban animales salvajes desprovistos de alma y, por lo tanto, sin identidad ni derechos. ¿Se puede tener misericordia de la mercancía con la que se trabaja?
Esta percepción de los esclavistas, interesada y muy propia del ser humano, ha sido repetida en muchos momentos y situaciones diferentes a lo largo de nuestra historia, generando realidades tales como las guerras de religión en el siglo XVI, el genocidio del pueblo judío en el siglo XX o el desprecio hacia la mujer y sus derechos con el que, a día de hoy en pleno siglo XXI, todavía luchamos.
Entonces, ¿qué podemos hacer?
Creo que podemos hacer lo mismo que hacen los alumnos aventajados. Aprender. Observar, reflexionar y trabajar delante de ese libro abierto que es la Historia. Tampoco necesitamos remontarnos muy atrás en el tiempo para encontrar uno de esos momentos, poco frecuentes, en el que el ser humano consciente de su responsabilidad y creciente capacidad para la autodestrucción entendió necesario detenerse y realizar un análisis detallado de las causas y las consecuencias que le habían llevado hasta ese punto.
Fue en el año 1948. Después de dos guerras mundiales, que se habían saldado con el trágico balance de más de cien millones de vidas humanas exterminadas, la Organización de las Naciones Unidas creó una comisión que debía identificar cuáles eran los valores y derechos esenciales de los seres humanos que era crucial proteger. No era la primera vez que la humanidad, o al menos una parte de ella, hacía un intento para ponerse de acuerdo en cuáles eran esos derechos y a quienes alcanzaban.
Ya en el siglo VI antes de Cristo Ciro el Grande, tras conquistar Babilonia, hizo algo completamente inaudito; anunció que todos los esclavos eran liberados y también permitió que las personas pudieran elegir libremente su religión, sin importar cual fuera esta. Todo fue escrito en una tablilla de arcilla conocida como el Cilindro de Ciro.
En el siglo I antes de Cristo los filósofos griegos y romanos dejaron constancia de un hallazgo increíble. Todos los seres humanos, independientemente de su formación, seguían de forma natural ciertas leyes que no se encontraban escritas, sino que surgían de su interior. Estas leyes, conocidas como derecho natural o derecho positivo, todavía constituyen el pilar fundamental de los sistemas jurídicos en la mayoría de las democracias del mundo. En este sentido solo quiero dejar, para la reflexión, un versículo de la Biblia que podemos encontrar en la carta a los Romanos (2:15).
Pero quizá el hecho más trascendente para conocer la trayectoria de los Derechos Humanos y de la humanidad en su conjunto es, sin duda, la figura de Jesús de Nazaret. Toda su vida ha sido cuestionada hasta el último detalle, pero nadie puede cuestionar lo revolucionario de su enseñanza, que ha cambiado a millones de seres humanos y al mundo. En sus propias palabras “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). En medio de un imperio en el que la vida no tenía valor y en la que la libertad era un privilegio escaso y efímero, el Maestro nos dejó la declaración más potente, más concisa y más completa que haya existido jamás al respecto de los Derechos Humanos Universales. Todas las enseñanzas de Jesús y su transmisión durante siglos, a través del cristianismo, han conformado un sentir unánime en la comunidad jurídica internacional en lo que respecta a la enorme influencia del cristianismo en la sociedad occidental y en la concepción existente, hoy en día, acerca de los derechos humanos.
Con un alcance mucho más tímido y limitado, también el rey Juan I de Inglaterra, en el siglo XIII, redactó la Carta Magna Carta Libertatum en la que prometía a barones feudales sublevados la protección de los derechos eclesiásticos, la protección de ellos mismos ante la detención ilegal, el acceso a justicia inmediata y las limitaciones impositivas a favor de la Corona. Es cierto que no conformaban un reconocimiento universal de derechos y que tampoco llegaron finalmente a buen puerto, pero son una muestra interesante cuyo contenido colabora en esta breve trayectoria.
En el siglo XVII, el 4 de julio de 1776 para ser exactos, un grupo de rebeldes británicos en las colonias de América proclamaron su Declaración de Independencia afirmando en la redacción: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” siendo calificadas estas palabras como una de las frases más conocidas en el idioma inglés y con el contenido más consecuente en la historia estadounidense.
Podríamos continuar detallando las enseñanzas, que acerca del respeto, se aprendieron de forma tan dolorosa durante las guerras de religión en Europa (1562-1598), o de la universalidad de los derechos ganados con sangre durante la Revolución Francesa (1798-1799) y que luego fueron pisoteados de forma revanchista por los vencedores. Tampoco se puede obviar la abolición de la esclavitud (1848) ni la increíble figura de Mahatma Gandi que finalmente fue asesinado en el mismo año en el que salía a la luz la declaración objeto de estas líneas…
¿Como ignorar todas estas valiosas lecciones a la hora de afrontar un reto como el que se había propuesto a la comisión encabezada por Eleonor Roosevelt? En cada línea del documento aprobado por la ONU se pueden encontrar las huellas de ese largo y doloroso camino a través de la Historia.
Artículo 1. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Artículo 2. Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición… Artículo 3. Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona. Artículo 4. Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre, la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas. Artículo 5. Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Y así hasta treinta artículos en los que se adivinan las cicatrices de un pasado que no deseamos volver a repetir. Sin embargo, y camino de los cien años de la proclamación por la Asamblea General de las Naciones Unidas de su Resolución 217 A (III), parece que nada ha cambiado.
Las injusticias aún existen; ahora sabemos cuáles son y también ponerles nombre. Pero la esclavitud y el tráfico de seres humanos continua. El hambre sigue acabando con seis millones de niños menores de cinco años y otros tres millones de personas más todos los años (según datos de la FAO en 2021). Esto supone que en los diez últimos años han muerto, solo por hambre, tantas personas como en las dos guerras mundiales del siglo XX. Y aún tenemos por delante toda una década.
¿Seremos capaces de detener nuestro rumbo hoy y, tal como hicieron nuestros abuelos, abrir de nuevo el libro de la Historia en el que podemos vernos reflejados?, ¿Está la solución de este problema a nuestro alcance? o ¿quizá deberíamos volver a mirar a Jesús de Nazaret para intentar encontrar las fuerzas que nos permitan cambiar el mundo verdaderamente?
Termino aprovechando la cercanía de la conmemoración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para compartiros un regalo que nos hace la ONU https://www.un.org/es/udhrbook/ , y otro que ha dejado Dios para toda la humanidad. https://www.biblegateway.com/passage/?search=Juan%201&version=RVR1960
¡Ánimo!